LA SOBERANÍA DE DIOS Y NUESTRA RESPONSABILIDAD

Entonces Oramos A Nuestro Dios, Y Por Causa De Ellos Pusimos Guarda Contra Ellos De Día Y De Noche. Nehemías 4:9

Examinando las Escrituras para ver lo que nos enseñan acerca de la soberanía de Dios, he incluido una palabra de advertencia referente a los peligros de emplear mal o abusar de la enseñanza de su soberanía. En este capítulo se trata este problema en forma más detallada, puesto que inconscientemente empezamos a pensar que la soberanía de Dios niega cualquier obligación nuestra, de llevar vidas responsables y prudentes.
Hay un antiguo relato de un hombre que llevó la doctrina de la soberanía de Dios a tal extremo, que la convirtió en una especie de fatalismo divino. Un día, al bajar las escaleras, descuidadamente tropezó y rodó varios escalones; se levantó, con cuidado palpó sus raspaduras y se dijo: "Bueno, me alegro que esa haya terminado".
Si usted y yo, no somos precavidos, podemos, al igual que el hombre del relato, llegar a una actitud fatalista sobre la soberanía de Dios. Una estudiante que pierde una prueba importante, trata de excusarse diciendo: "Bueno, Dios es soberano y El determinó que yo perdiera este examen". Un conductor puede causar un accidente de tránsito y en su mente evadir su responsabilidad atribuyéndolo a la soberanía de Dios. Obviamente, ambas actitudes son anti bíblicas e imprudentes, y sin embargo, fácilmente podemos caer en ellas.

SOBERANÍA Y ORACIÓN

En el capítulo anterior analizamos el control soberano de Dios sobre el estado del tiempo y otras fuerzas de la naturaleza. Como persona que con frecuencia viaja en avión, me he visto afectado en varias oportunidades por un tiempo inadecuado para volar. Una tarde, manejando a casa en medio de una tormenta de nieve, reflexionaba sobre el hecho de que el aeropuerto estaba cerrado, y que tenía programado salir a la mañana siguiente para hablar en una conferencia de fin de semana.
Pero, me dije: "Dios, yo sé que tú tienes el control de esta tormenta y también el de la conferencia en la que debo hablar. Si deseas que esté allí mañana en la noche, te llevarás la tormenta para que el aeropuerto pueda reabrirse temprano; así que no voy a preocuparme por esto".
Ahora, debo admitir que esta actitud de negación a preocuparme fue un progreso mío en hacer frente al mal tiempo para volar. Después de llegar a casa, le comenté a mi esposa la decisión de no intranquilizarme acerca de si podría salir a tiempo a la mañana siguiente; ella me miró, sonrió y me dijo: "No te preocupes, pero ora".
Pensé: "Qué tonto fui". Me he estado concentrando tanto en la soberanía de Dios sobre el estado del tiempo, que he ignorado su mandato expreso de, orar. En efecto, El nos dice:
"Por nada estéis afanosos" pero inmediatamente sigue con, "sino sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias" (Fil. 4:6).
Ciertamente Dios tenía el control sobre la tormenta de nieve que había cerrado nuestro aeropuerto. Sin embargo, el conocimiento de su soberanía debe ser un estímulo para orar, no una excusa para caer en cierto fatalismo reverente.
En el capítulo cuatro de Hechos vemos cuando Juan y Pedro fueron amenazados por el sanedrín judío y se les ordenó no hablar o enseñar nada en el nombre de Jesús. Cuando ellos lo contaron a los demás creyentes, todos unieron sus voces en oración y dijeron:
Soberano Señor, tú eres el Dios que hiciste el cielo y la tierra, el mar y todo lo que en ellos hay. para hacer (Herodes, Poncio Pilatos, los gentiles y judíos) cuanto tu mano y tu consejo habían antes determinado que sucediera.
Y ahora, Señor, mira sus amenazas, y concede a tus siervos que con todo denuedo hablen tu palabra (Hechos 4:24, 28-29).
Los discípulos creían en la soberanía de Dios, y para ellos era una razón y estímulo para orar. Creían que, puesto que Dios es soberano, podía responder a sus oraciones; conocían su propósito soberano en eventos pasados (por ejemplo la crucifixión), pero no presumían saber el decreto divino acerca de los sucesos del futuro.
Sólo sabían que Cristo los guiaba para que fuesen sus testigos en Jerusalén, en Judea, en Samaria y en todos los confines de la tierra. Así que, oraban confiados en que el Dios soberano que los había enviado para ser testigos, podía derribar los obstáculos que pudieran surgir para su obediencia.

EL QUE ORA ACEPTA LA SOBERANÍA DE DIOS.

Si El no es soberano, no tenemos seguridad de que pueda contestar nuestras oraciones, y éstas serán tan sólo nuestros deseos. Por lo tanto, mientras su soberanía junto con su sabiduría y amor sean el fundamento de nuestra confianza en El, la oración será la expresión de esa confianza.
El predicador puritano Thomas Lye, en un sermón titulado ¿Cómo Vamos a Vivir por Fe en la Divina Providencia? decía: "Como orar sin fe, es tan solo golpear el aire, confiar sin orar no es sino un alarde presuntuoso. El, quien prometió darnos, y nos mandó confiar en sus promesas, nos ordena orar y espera obediencia a sus mandatos. El nos dará, pero quiere que le pidamos".
El apóstol Pablo cuando estaba preso en Roma escribió a su amigo Filemón: "Prepárame también alojamiento; porque espero que por vuestras oraciones os seré concedido" (Filemón 22). El no pretendía conocer la voluntad secreta de Dios, sino que esperaba serle concedido. El no dijo, "seré concedido", pero sabía que Dios en su soberanía podía hacerlo, así que pidió a Filemón que orara. La oración era la expresión de su confianza en la soberanía de Dios.
John Flavel fue otro predicador puritano y escritor prolífico (seis tomos de colección de obras) escribió un tratado clásico llamado El Misterio de la Providencia, publicado por primera vez en 1678. Es conveniente notar que Flavel comienza su tratado sobre la soberana providencia de Dios con un discurso del Salmo 57:2 "Clamaré al Dios Altísimo, al Dios que me favorece". Lo mismo, nos dice Flavel, porque Dios es soberano, debemos orar.
La soberanía de Dios no niega nuestra obligación para hacerlo, sino que permite que oremos con confianza.
Así como la soberanía de Dios no deja de lado la responsabilidad de orar, tampoco niega nuestra obligación de actuar prudentemente, lo que, en este contexto, indica usar todos los medios bíblicos legítimos que están a nuestra disposición, para evitar hacernos daño a nosotros mismos o a otros, haciendo lo que creemos que es lo correcto.
Un ejemplo del uso de los medios apropiados para evitar el daño se ve en la vida de David, que evadía continuamente a Saúl quien estaba decidido a matarlo. David ya había sido ungido para sucederlo como rey (1 S. 16:13), y como lo hemos visto en el Salmo 57:2, confiaba en que Dios llevaría a cabo su propósito para con él, pero aun así tomó todas las precauciones para no ser asesinado por Saúl. El no presumió de la soberanía de Dios, sino que actuó en forma prudente confiando en la bendición de El sobre sus esfuerzos.
En la vida de Pablo vemos una ilustración del actuar prudente para el buen resultado de los eventos. El relato involucra el viaje de Pablo a Roma y el naufragio del barco en la isla de Malta tal como aparece registrado en Hechos 27. Después de varios días de lucha contra la fuerza huracanada de una tormenta, y cuando todos habían perdido la esperanza de salvarse, Pablo se paró delante de ellos y dijo:
Pero ahora os exhorto a tener buen ánimo, pues no habrá ninguna pérdida de vida entre vosotros, sino solamente de la nave. Porque esta noche ha estado conmigo el ángel del Dios de quien soy y a quien sirvo, diciendo: Pablo, no temas; es necesario que comparezcas ante César; y he aquí, Dios te ha concedido todos los que navegan contigo. Por tanto, oh varones, tened buen ánimo; porque yo confío en Dios que será así como se me ha dicho.
CON TODO, ES NECESARIO QUE DEMOS EN ALGUNA ISLA (HECHOS 27: 22-26).
Pablo no sólo confió en la soberanía de Dios sino que tuvo una revelación expresa del cielo que nadie moriría en el naufragio. Así que, un poco más tarde, al ver a los marineros tratando de escapar de la nave en un bote salvavidas dijo al centurión romano: "Si éstos no permanecen en la nave, vosotros no podéis salvaros" (Hechos 27:31). Aparentemente, Pablo cayó en cuenta de que la presencia de los hábiles marineros era necesaria para la seguridad de los pasajeros, aun en ese momento. Por lo tanto, tomó la prudente decisión de lograr aquello que Dios, por medio de la divina revelación le había prometido que ocurriría con seguridad. No confundió la soberanía de Dios con su responsabilidad de obrar prudentemente.
Pablo no consideró el propósito soberano de Dios como una razón para descuidar su deber, aun en ese momento en que ya había sido revelado por un ángel del cielo. En nuestras circunstancias actuales, no sabemos cuál es el propósito soberano de Dios en una situación específica. Debemos ser aún más cuidadosos y no hacer uso de la soberanía de Dios como excusa para evadir las obligaciones que El nos dio en las Escrituras. El, generalmente trabaja a través de medios y busca que usemos los que ha puesto a nuestra disposición.
Cuando Nehemías estaba reconstruyendo el muro alrededor de Jerusalén, él y su pueblo enfrentaban la amenaza de un ataque armado de los enemigos (Nehemías 4:7-8). La respuesta de Nehemías fue orar y poner guardias. Oración y prudencia (v 9). Además el texto dice: "Desde aquel día la mitad de mis siervos trabajaba en la obra, y la otra mitad tenía lanzas, escudos y corazas". No sólo eso sino "los que edificaban en el muro, los que acarreaban, y los que cargaban, con una mano trabajaban en la obra, y en la otra tenían la espada, porque así los que edificaban, cada uno tenía su espada, ceñida a sus lomos" (vs. 16-18).
Nehemías confiaba en la soberanía de Dios y dijo: ..."nuestro Dios peleará por nosotros" (v 20), pero también empleó todos los medios disponibles conociendo que Dios en su soberanía los bendeciría.
Uno de los principales métodos de prudencia que Dios nos ha dado es la oración. No sólo debemos orar por su providencia gobernante en nuestras vidas como lo hizo David (Sal. 57:2) sino también por sabiduría para entender correctamente las circunstancias, y emplear los medios que El nos ha dado. Cuando los gabaonitas buscaban engañar a Josué y a los hombres de Israel, vinieron vestidos con harapos y trayendo pan seco para hacer creer que venían de lejos.
La Escritura dice: "Y los hombres de Israel tomaron de las provisiones de ellos, y no consultaron a Jehová (Josué 9:14). Como resultado fueron engañados haciendo un trato con ellos cuando debían haberlos destruido. No fueron prudentes porque no oraron pidiendo a Dios sabiduría y discernimiento para entender la situación.
Otro medio de prudencia que Dios nos ha dado es la oportunidad de buscar consejo sabio y bueno. Proverbios 15:22 dice: "Los pensamientos son frustrados donde no hay consejo; mas en la multitud de consejeros se afirman". Sin embargo, Proverbios 16:9 nos dice que los planes de una persona sólo se logran si están dentro de la voluntad soberana de Dios.
Pero Dios usa el consejo sabio de otros para llevar nuestros planes a su voluntad soberana.
Una vez más, no debemos confundir la obligación, que en este caso, es buscar un consejo sabio, con la voluntad soberana de Dios.

ORACIÓN Y PRUDENCIA

Anteriormente, me referí al uso de la oración, a la prudencia de Nehemías, y a la forma en que empleó la oración: "Entonces oramos a nuestro Dios, y por causa de ellos pusimos guarda contra ellos de día y de noche" (Nehemías 4:9). La oración es el reconocimiento de la soberanía de Dios y de nuestra dependencia de su actuar para nuestro bienestar.
La prudencia es reconocer nuestra responsabilidad para poder emplear todos los medios legítimos, los cuales no podemos separar. Esto lo vemos bellamente ilustrado en el siguiente pasaje de las Escrituras:
Los hijos de Rubén y de Gad, y la media tribu de Manasés, hombres valientes, hombres que traían escudo y espada, que entesaban arco, y diestros en la guerra, eran cuarenta y cuatro mil setecientos sesenta que salían a batalla. Estos tuvieron guerra contra los agarenos, y Jetur, Nafis y Nodab. Y fueron ayudados contra ellos, y los agarenos y todos los que con ellos estaban se rindieron en sus manos; porque clamaron a Dios en la guerra, y les fue favorable, porque esperaron en él (1 Crónicas 5:18-20).
LOS GUERREROS DESCRITOS EN ESTE PASAJE ERAN CORPULENTOS, BIEN ENTRENADOS Y PRUDENTES.
Habían tomado todas las precauciones para poder pelear cuando lo necesitaran, pero no confiaron en sus habilidades y entrenamiento, sino que pidieron a Dios quien respondió sus oraciones, e intervino soberanamente, dándoles la victoria, y destruyendo a sus enemigos.
Todos nuestros planes, esfuerzos y prudencia son inútiles a menos que Dios los haga prosperar. El Salmo 127:1 dice: "Si Jehová no edificare la casa, en vano trabajan los que la edifican; si Jehová no guardare la ciudad, en vano vela la guardia".
En ese pasaje está el concepto de los esfuerzos ofensivos y defensivos, tanto de la construcción para el progreso, como del cuidado contra la destrucción. En cierta forma, este versículo resume todas nuestras responsabilidades en la vida. Bien sea en lo físico, mental o espiritual; siempre debemos estar edificando y vigilando. El Salmo 127:1 dice que ninguno de estos esfuerzos prosperará, a menos que Dios intervenga en ellos.
Observe lo enérgicamente que el salmista describió la necesidad de la intervención de Dios en nuestros esfuerzos. El no dijo: "Amenos que Dios bendiga o ayude a los constructores y a los guardianes, sus esfuerzos serán en vano", sino que más bien habló de que Dios mismo estaba construyendo la casa y vigilando la ciudad. Al mismo tiempo, por supuesto, no hay ninguna sugerencia en el texto de que Dios reemplace a los constructores y a los guardianes. Esto significa obviamente, que en todo aspecto dependemos de Dios quien permite que prosperemos en nuestros esfuerzos.
Debemos depender de Dios para que haga por nosotros lo que no podemos hacer por nosotros mismos. De igual manera, debemos depender de El con el fin de que nos capacite para hacer lo que debemos hacer por nosotros mismos. El granjero debe tener todas sus destrezas, experiencia, técnica y recursos para producir una cosecha.
Las fuerzas de la naturaleza como la humedad, los insectos y el sol están, como ya lo hemos visto, bajo el control directo y soberano de Dios, el granjero depende del control de Dios sobre la naturaleza para que su cultivo crezca; sin embargo, depende igualmente de Dios, para que le permita arar, plantar, fertilizar y cultivar correctamente.
¿De dónde obtuvo sus destrezas y habilidades para lograr con su experiencia, los recursos financieros para la adquisición del equipo y los fertilizantes? ¿De dónde viene su fuerza física para cumplir con sus deberes?
¿No provienen todas estas cosas de Dios quien "da a todos vida y aliento y todas las cosas?" (Hechos 17:25). En todos los aspectos dependemos completamente de Dios.
HAY TIEMPOS EN LOS QUE PODEMOS NO HACER NADA, Y OTROS EN LOS QUE DEBEMOS TRABAJAR.
En los dos eventos estamos igualmente sujetos a Dios. Cuando los israelitas estaban en el desierto, dependían conscientemente de Dios, tanto para la comida como para el agua.
Moisés les dijo: "Y te afligió y te hizo tener hambre, y te sustentó con maná. para hacerte saber que no sólo de pan vivirá el hombre, mas de todo lo que sale de la boca de Jehová vivirá el hombre (Deuteronomio 8:3). Los israelitas tuvieron que aprender que no podía simplemente extraer de sus reservas alimenticias para comer, cada vez que lo desearan, y Dios los redujo a una consciente dependencia de su provisión diaria.
Llegaría el día, sin embargo, cuando estarían en una. "tierra en la cual no comerás el pan con escasez, ni te faltará nada en ella"... (Deuteronomio 8:9). Luego Moisés les advirtió que no confiaran en sus propias habilidades de granjeros diciéndose a sí mismos: "Mi poder y la fuerza de mi mano me han traído esta riqueza". Por el contrario, les previno: "acuérdate de Jehová tu Dios, porque él te da el poder para hacer las riquezas". (Deuteronomio 8:17-18).
A VECES, DIOS NOS REDUCE A UNA DEPENDENCIA TOTAL, CONSCIENTE DE EL.
Un ser querido está gravemente enfermo, más allá de la experiencia y habilidad de la ciencia médica. El desempleo ha llegado a tal punto que la alacena está vacía y no hay perspectivas de trabajo a corto plazo. En esos momentos, estamos listos para reconocer nuestra dependencia y clamamos pidiendo a Dios su intervención. Sin embargo, somos igualmente dependientes de Dios cuando el médico diagnostica una enfermedad pasajera y prescribe el medicamento adecuado, o cuando tenemos un salario fijo y podemos cubrir todas nuestras necesidades materiales.
En ambos casos somos responsables, pues la Biblia nunca nos permite usar nuestra dependencia absoluta de Dios como una excusa para la indolencia. Eclesiastés 10:18 dice:
"Por la pereza se cae la techumbre, y por la flojedad de las manos se llueve la casa". Y de nuevo: "El perezoso no ara a causa del invierno; pedirá pues en la siega, y no hallará" (Proverbios 20:4). Somos totalmente dependientes de Dios, pero al mismo tiempo, responsables de usar diligentemente cualquier medio apropiado para lograr lo deseado.
El hombre de nuestro relato al principio del capítulo, tenía que ser más cuidadoso al bajar las escaleras; debió poner atención al aviso de "favor usar la baranda". No puede echarle la culpa de su caída al fatalismo divino, como tampoco pueden hacerlo la estudiante que perdió su examen, el trabajador que por falta de diligencia perdió su empleo, o el que se enferma debido a malos hábitos alimenticios.
Nuestro deber se encuentra en la voluntad revelada de Dios en las Escrituras, y la confianza debe estar en su voluntad soberana, puesto que El trabaja en las circunstancias de nuestra vida para su gloria y nuestro bien.
NO HAY DIFICULTAD ENTRE CONFIAR EN DIOS Y ACEPTAR NUESTRA RESPONSABILIDAD.
Thomas Lye, el predicador puritano citado anteriormente en este capítulo, dijo: "La confianza... (Usa) esos medios al tiempo que Dios prescribe para conducirnos hacia su objetivo señalado. Los instrumentos de Dios deben ser usados, así como deben esperarse sus bendiciones".
Alexander Carson hizo una observación similar cuando dijo: "Entendamos. Que así como Dios prometió protegernos y proveernos, es a través de los medios de su elección, vigilancia, prudencia y diligencia, que debemos buscar esas bendiciones".

NUESTRAS FALLAS Y LA SOBERANÍA DE DIOS

Hemos visto que la soberanía de Dios, no deja de lado nuestra obligación de actuar responsable y prudentemente en todas las ocasiones. Pero, ¿qué del otro aspecto de la pregunta?¿Fallar en nuestra obligación de obrar prudentemente, frustra los planes soberanos de Dios?
Las Escrituras nunca indican que El sea frustrado de manera alguna porque nosotros fallemos en actuar como deberíamos. En su infinita sabiduría, el plan soberano de Dios incluye nuestros fracasos y nuestros pecados.
Cuando Mardoqueo le solicitó a la reina Ester interceder ante el rey Jerjes por el bienestar de los judíos, ella lo evadió con la explicación de que al entrar en la presencia del rey estaría bajo amenaza de muerte (Ester 4:10-11). Sin embargo, Mardoqueo le respondió: "Porque si callas absolutamente en este tiempo, respiro y liberación vendrá de alguna otra parte para los judíos; mas tú y la casa de tu padre pereceréis. ¿Y quién sabe si para esta hora has llegado al reino?" (Ester 4:14). La frase clave en la respuesta de Mardoqueo es: "respiro y liberación vendrá de alguna otra parte".
Dios, en su infinita sabiduría y recursos, no estaba limitado a la respuesta de Ester. Las opciones viables para que El trajera la liberación de los judíos eran tan infinitas como su sabiduría y poder. Literalmente, El no necesitaba la ayuda de Ester, pero en este caso prefirió usarla. El argumento final que Mardoqueo le dio a Ester: ¿"Y quién sabe si para esta hora has llegado al reino?", asume que Dios utiliza a las personas y los medios para cumplir su propósito soberano.
Como eventos posteriores lo prueban, Dios, en efecto, había exaltado a Ester para cumplir su propósito, pero igualmente podía haber llamado a alguien más o empleado un medio diferente. Dios, con frecuencia, trabaja a través de eventos comunes (en oposición a los milagros) y de las actuaciones voluntarias de las personas. Sin embargo, El siempre proporciona los procedimientos necesarios y los dirige por medio de su invisible mano. El es soberano y no puede ser frustrado por nuestras fallas al actuar o por nuestras acciones, las cuales en sí mismas son pecaminosas. Sin embargo, debemos recordar siempre que Dios aún nos hace responsables por todos los pecados que use para cumplir su propósito.
Al concluir estos estudios sobre la soberanía de Dios y poner nuestra atención en su sabiduría y amor, necesitamos tener en cuenta una vez más, que no hay conflicto en la Biblia entre su poder y nuestra responsabilidad. Ambos conceptos se enseñan con igual fuerza, y nunca se intenta "reconciliarlos". Cumpliendo nuestra obligación. Dejémoslos juntos, como se nos revela en las Escrituras, y confiando en Dios para que lleve a cabo su propósito soberanamente en y por medio de nosotros.

LA GRACIA DE DIOS

“Y si por gracia, luego no por las obras; de otra manera la gracia ya no es gracia. Y si por las obras, ya no es gracia; de otra manera la obra ya no es obra”. (Rom. 11:6) Esta perfección del carácter divino es ejercida sólo para con los elegidos. Ni en el Antiguo ni en el Nuevo Testamento se menciona jamás la gracia de Dios en relación con el género humano en general, y mucho menos en relación con otras de sus criaturas.
En esto se distingue de la “misericordia”, porque ésta es “sobre todas sus obras” (Sal. 145:9). La gracia es la única fuente de la cual fluye la buena voluntad, el amor y la salvación de Dios para sus escogidos. Abraham Booth, en su libro “El Reino de la Gracia”, describe así este atributo del carácter divino: “Es el favor eterno y totalmente gratuito de Dios, manifestado en la concesión de bendiciones espirituales y eternas a las criaturas culpables e indignas”. La gracia divina es el favor soberano y salvador de Dios, ejercido en la concesión de bendiciones a los que no tienen mérito propio, y por las cuales no se les exige compensación alguna. Más aún; es el favor que Dios muestra a aquellos que, no sólo no tienen méritos en sí mismos, sino que, además, merecen el mal y el infierno.
Es completamente inmerecida, y nada que pueda haber en aquellos a quienes se otorga puede lograrla. La gracia no puede ser comprada, lograda ni ganada por la criatura. Si lo pudiera ser, dejaría de ser gracia. Cuando se dice de una cosa que es de “gracia”, se quiere decir que el que la recibe no tiene derecho alguno sobre ella, que no se le adeudaba. Le llega como simple caridad, y, al principio, no la pidió ni la deseó.
La exposición más completa que existe de la asombrosa gracia de Dios se halla en las epístolas del apóstol Pablo. En sus escritos, la gracia se muestra en directo contraste con las obras y méritos, todas las obras y méritos, de cualquier clase o grado que sean. Esto aparece claro y concluyente en Rom. 11:6: “Y si por gracia luego no por las obras; de otra manera la gracia ya no es gracia. Y si por las obras, ya no es gracia; de otra manera la obra ya no es obra”. La gracia y las obras no pueden mezclarse, como tampoco pueden la luz con las tinieblas “Por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe” (Efe. 2:8,9).
El favor absoluto de Dios no es compatible con el mérito humano; ello sería tan imposible como mezclar el agua y el aceite: veamos Rom. 4:4,5. “Al que obra, no se le considera el salario como gracia, sino como obligación. Pero al que no obra, sino que cree en aquel que justifica al impío, se considera su fe como justicia.” La gracia divina tiene tres características principales. En primer lugar, es eterna. Fue ideada antes de ser empleada, propuesta antes de ser impartida: “Que nos salvó y llamó con vocación santa, no conforme a nuestras obras, mas según el intento suyo y gracia, la cual nos es dada en Cristo Jesús antes de los tiempos de los siglos” (2Tim. 11:9). En segundo lugar, es gratuita, ya que nadie jamás la adquirió: “Siendo justificados gratuitamente por su gracia” (Rom. 3:4).
En tercer lugar es soberana, puesto que Dios la ejerce y la otorga a quien él quiere: “Para que... la gracia reine” (Rom. 5:21). Si la gracia “reina”, es que está en el trono, y el que ocupa el trono es soberano. De ahí “el trono de gracia” (Heb. 4:16). La gracia, al ser un favor inmerecido, ha de ser concedida de una manera soberana. Por ello declara el Señor: “Tendré misericordia del que tendré misericordia” (Efe. 33:19).
Si Dios mostrara su gracia para con todos los descendientes de Adán, éstos llegarían en seguida a la conclusión de que Dios estaba obligado a llevarles al cielo como compensación por haber permitido que la raza humana cayera en pecado. Pero el gran Dios no está obligado para con ninguna de sus criaturas, y mucho menos hacia las que le son rebeldes.
La vida eterna es una dádiva, y por, lo tanto, no puede conseguirse por las obras, ni reclamarse como un derecho. Si, pues, la salvación es una dádiva, ¿quién tiene derecho alguno para decir a Dios a quien debería concederla? Y no es que el bendito Dador niegue este don a quien lo busca con todo el corazón, y según las reglas que él ha prescrito. No, él no rechaza a nadie que vaya con manos vacías y por el camino que ha establecido.
Pero si Dios decide ejercer su derecho soberano de escoger de entre un mundo lleno de pecadores e incrédulos un número limitado para salvación, ¿quién puede sentirse perjudicado? ¿Está obligado Dios a dar por la fuerza su dádiva a aquellos que no la aprecian? ¿Está obligado a salvar a los que han resuelto seguir sus propios caminos? Así y todo, nada hay que ponga más furioso al hombre natural y que más saque a la superficie su enemistad innata arraigada contra Dios, que el hacerle ver que su gracia es eterna, gratuita y absolutamente soberana. Para el corazón no quebrantado es demasiado humillante el aceptar que Dios formó su propósito desde la eternidad, sin consultar para nada a la criatura.
Para el que se cree recto es demasiado duro el creer que la gracia no puede conseguirse ni ganarse por el propio esfuerzo. Y el hecho de que la gracia separa a los que quiere para hacerles objeto de sus favores provoca las protestas acaloradas de los rebeldes orgullosos. El barro se levanta contra el Alfarero y pregunta: “¿Por qué me has hecho tal?” El rebelde desaforado se atreve a disputar la justicia de la soberanía divina. La gracia distintiva de Dios se muestra al salvar a los que él, en su soberanía, ha separado para ser sus predilectos. Por “distintiva” entendemos la gracia que distingue, que hace diferencia, que escoge a algunos y pasa por alto a otros. Fue esta gracia la que sacó a Abraham de entre sus vecinos idólatras, e hizo de él “el amigo de Dios”.
Fue esta gracia la que salvó a “publicanos y pecadores”, y dijo de los fariseos religiosos “dejadlos” (Mat. 15:14). La gloria de la gracia gratuita y soberana de Dios brilla de manera visible más que en ninguna otra parte, en la indignidad y diversidad de los que la reciben. “La ley entró para agrandar la ofensa, pero en cuanto se agrandó el pecado, sobreabundó la gracia” Rom 5:20. Manases fue un monstruo de crueldad porque pasó a su hijo por fuego y llenó a Jerusalén de sangre inocente, fue un maestro de iniquidad porque, no sólo multiplicó, y hasta extremos extravagantes, sus impiedades sacrílegas, sino que corrompió los principios y pervirtió las costumbres de sus súbditos, haciéndoles obrar peor que los idólatras paganos más detestables; véase 2Crónicas 33.
Con todo, por esta gracia superabundante, fue humillado, fue regenerado, y vino a ser un hijo perdonado por amor, un heredero de la gloria inmortal. “Consideremos el caso de Saulo, el perseguidor cruel y encarnizado que vomita amenazas, dispuesto a hacer una carnicería, acosando a las ovejas y matando a los discípulos de Jesús. La desolación que había causado y las familias que había arruinado no eran suficientes para calmar su espíritu vengativo. Eran sólo como un sorbo que, lejos de saciar al sabueso, le hacía seguir el rastro más de cerca y suspirar más ardientemente por la destrucción.
Estaba sediento de violencia y muerte. Tan ávida e insaciable era su sed que incluso respiraba amenazas y muerte (Hech. 9:1). Sus palabras eran como lanzas y flechas, y su lengua como espada afilada. Amenazar a los cristianos era para él natural como el respirar. En los propósitos de su corazón rencoroso no había sino deseo de exterminio. Y sólo la falta de más poder impedía que cada sílaba y cada aliento que salía de su boca no esparcieran más muerte, y no hiciera caer más discípulos inocentes. ¿Quién, según los principios de justicia humana, no le hubiera declarado vaso de ira preparado para una condenación inevitable?
Más aun: ¿quién no hubiera llegado a la conclusión de que, para este enemigo implacable de la verdadera santidad, estaban reservadas forzosamente las cadenas más pesadas y la mazmorra más oscura y angustiosa? Con todo, admiremos y adoremos los tesoros insondables de la gracia; este Saulo fue admitido en la compañía bendita de los profetas, fue contado entre el noble ejército de los mártires, y llegó a ser figura destacada entre la gloriosa comunión de los apóstoles. Veamos otro ejemplo: “La maldad de los corintios era proverbial.
Algunos de ellos se revolcaban en el cieno de vicios tan abominables, y estaban acostumbrados a actos de injusticia tan violentos, que eran reprochables incluso para la naturaleza humana. Con todo, aun estos hijos de violencia, estos esclavos de la sensualidad, fueron lavados, santificados y justificados (1Cor. 6:9-11). “Lavados” en la preciosa sangre del Redentor; “santificados” por la operación poderosa del Espíritu bendito; “justificados” por las misericordias infinitas y tiernas del buen Dios. Los que en otro tiempo eran aflicción de la tierra, fueron hechos la gloria del cielo, la delicia de los ángeles.”
La gracia de Dios se manifiesta en el Señor Jesucristo, por él y a través de él. “Porque la ley por Moisés fue dada; más la gracia y la verdad por Jesucristo fue hecha” (Juan 1:17). Ello no quiere decir que Dios hubiera actuado sin gracia para con nadie antes de que su Hijo se encarnara; Génesis 6:8, Éxodo 33:19, etc., muestran claramente lo contrario. Pero la gracia y la verdad fueron reveladas plenamente y declaradas perfectamente cuando el Redentor vino a esta tierra, y murió por los suyos en la cruz. La gracia de Dios fluye para sus elegidos sólo a través de Cristo el Mediador. “Mucho más abundó la gracia de Dios a los muchos, y el don por la gracia de un hombre, Jesucristo... mucho más reinarán en vida por Jesucristo los que reciben la abundancia de la gracia, y del don de la justicia la gracia reine por la justicia para vida eterna por Jesucristo Señor nuestro” (Rom. 5:15-17,21).
La gracia de Dios es proclamada en el Evangelio (Hech. 20:24), que es “piedra de tropiezo” para el judío que se cree justo, y “locura” para el griego vano y filósofo. ¿Cuál es la razón? La de que en el Evangelio no hay nada en absoluto que halague el orgullo del hombre. Anuncia que no podemos ser salvos si no es por gracia. Declara que, fuera de Cristo, don inefable de la gracia de Dios, la situación de todo hombre es terrible, irremediable, sin esperanza. El evangelio habla a los hombres como a criminales culpables, condenados y muertos.
Declara que el más honesto de los moralistas está en la misma terrible condición que el más voluptuoso libertino; que el religioso más vehemente, con todas sus obras, no está en mejor situación que el infiel más profano. El Evangelio considera a todo descendiente de Adán como pecador caído, contaminado, merecedor del infierno y desamparado. La gracia que anuncia es su única esperanza. Todos aparecen delante de Dios convictos de trasgresión de su santa ley, y, por lo tanto, como criminales culpables y condenados; no esperando a que se dicte la sentencia, sino aguardando la ejecución de la sentencia dictada ya contra ellos (Juan 3:18). Quejarse de la parcialidad de la gracia es suicida.
Si el pecador persiste en valerse de su propia justicia, su porción eterna será en el lago de fuego. Su única esperanza consiste en inclinarse a la sentencia que la justicia divina ha dictado contra él, reconocer la absoluta rectitud de la misma, abandonarse a la misericordia de Dios, y presentar las manos vacías para asirse de la gracia de Dios que el Evangelio le presenta. La tercera Persona de la divinidad es el comunicador de la gracia, por lo cual se le denomina el “Espíritu de gracia” (Zac. 12:10). Dios Padre es la fuente de toda gracia, porque designó el pacto eterno de redención. Dios Hijo es el único canal de la gracia.
El Evangelio es el promulgador de la gracia. El Espíritu es dador o aplicador. El es quien aplica el Evangelio con poder salvador al alma: vivificando a los elegidos cuando todavía están muertos, conquistando sus voluntades rebeldes, ablandando sus corazones duros, abriendo sus ojos enceguecidos, limpiándoles de la lepra del pecado.

De ahí que podamos decir, como G.S. Bishop: “La gracia es la provisión para hombres que están tan caídos que no pueden levantar el hacha de justicia, tan corrompidos que no pueden cambiar sus propias naturalezas, tan opuestos a Dios que no pueden volverse a él, tan ciegos que no le pueden ver, tan sordos que no le pueden oír, tan muertos que él mismo ha de abrir sus tumbas y levantarlos a la resurrección”.